lunes, 24 de junio de 2013

Capítulo XIII.- Historia de un maestro

Tengo que reconocer que me asusté bastante. Mi segundo día de clase había comenzado de manera totalmente diferente al primero. Nada más entrar por la puerta los niños se habían sentado en su respectivo sitio. Todos. Ya no volaban bolas de papel como el día anterior, ni había carreras entre las mesas. Antes de que yo llegase a mi sitio ellos ya estaban situados en su silla mirándome y preparados para empezar. Cuando comencé a pasar lista, para irme familiarizando con los nombres, ya no hubo ninguno que simplemente alzara la mano por miedo a hablar como el primer día aquel niño, o alguno que utilizase un tono completamente fuera de lugar, ni siquiera Pablo “Terremoto”.
Me tenían miedo, pánico. Los tenía controlados, pero no por educación sino por intimidación.


Estoy seguro de que un gran porcentaje de profesores pensarían estar en una situación idílica. El segundo día de clase y ya pueden hacer lo que quieran que los niños no se mueven, ya los tienen domesticados. El problema es que yo no creo que los niños sean animales, y nada más acabar de pasar lista me di cuenta de que algo había hecho mal el primer día. Uno no puede aprender libertad a base de teoría en los años de la escuela y luego ser libre. Los niños deben de ser libres en la escuela.
Me quedé pensando y no sabía qué decir. Me había asustado con la capacidad que tenía de influenciar en las acciones de unos niños mediante el miedo. Era mi segunda clase, tiempo suficiente para darme cuenta de que cuando pensaba que estaba preparado para ser profesor, realmente no tenía ni puta idea. Estaba ante un problema muy grande y me empezaba a agobiar. Primero de todo, porque no sabía cómo arreglar el tema de la intimidación a la cual yo les había sometido sin excederme, en busca de la solución, en la libertad que les cediese. Ya que si intentando darles libertad y confianza me pasaba, se me iban a subir a las barbas, y me esperaba un año muy duro con ellos en donde yo no iba a tener ningún tipo de autoridad. Y segundo porque, si a los dos días ya había cometido un error, bajo mi punto de vista grave, no quería pensar en cómo iba a destrozar a ese grupo de niños durante todo el año que me quedaba con ellos.

Cuanto más pensaba en todo ello más me agobiaba y menos sabía qué decir. Estaba sentado delante de 25 niños, callado, posiblemente con aires de preocupación, y sin saber por dónde arrancar.

-Oye, qué, ¿hacemos algo? –me dijo Pablo una vez que sintió que yo ya no tenía el control y que él volvía a ser el jefe de la clase.
-Eso digo yo –me salió del alma, y mientras me salía se me ocurrió cómo salvar el problema -. Yo no sé a lo que estáis acostumbrados vosotros como alumnos, pero yo no concibo que tenga que ser yo el que inicie las clases. Yo no soy el protagonista aquí. Los protagonistas sois vosotros. Un colegio está hecho, o al menos debe de estarlo, para que los protagonistas sean los alumnos, es decir, vosotros. Si el protagonista soy yo, ¿a qué venís aquí? Yo no entiendo una clase en donde hable más el profesor que los alumnos. Este edificio está hecho para vosotros, no para mí. Así que buscar la forma de sacarle partido. Y si no sabéis yo os ayudo. Pero yo simplemente seré una ayuda durante todo el año, nunca me miréis como el protagonista, ni me miréis esperando a ver qué hago. Sois vosotros los que tenéis que hacer cosas, no yo.

Teniendo en cuenta el estado de bloqueo en el que me encontraba pues consideré que había salido bien de la situación, incluso había dicho cosas con bastante sentido, lo que pasa es que cada discurso tiene su momento, e igual no estuve acertado a la hora de insinuar que debían de ser ellos los que iniciasen las clases sin yo previamente decir absolutamente nada. De esto me di cuenta a los diez segundos de terminar mi discurso, pero bueno, era consciente de que había creado unas bases mediante las cuales podía salir de ese problema en el que me encontraba nada más acabar de pasar lista.

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