“Yo
no pedí venir a este mundo. Por eso llegué llorando y sin saludar.”
Esto
era lo que ella siempre decía cuando se enfadaba. Se encerraba en la habitación
tras previo portazo y se pasaba allí metida durante horas.
Desde
que la conocí lo había hecho. También se lo he consentido. Supongo que es tiempo
de empezar a hacer autocrítica y pensar en todo lo que he hecho mal. Las cosas
no pasan por azar. Ni pasan de un día para otro.
Hay
momentos buenos, momentos malos, y luego están los momentos que te cambian la
vida.
Hay
cosas que no te las esperas, quizás porque no te las quieres esperar. Sabes que
tu vida es una mierda, lo asumes, pero no crees que pueda ir a peor.
Morir
es sencillo. Vivir es lo difícil. Pero a ella nunca le gustaron las cosas
complicadas.
Es
paradójico que sus últimos días de vida hayan coincidido con los que más feliz
ha estado. Posiblemente porque por primera vez había decidido vivir el
presente, ya que había decidido no tener futuro.
“Cálmate.
Es un mal día, no una mala vida.” Le decía yo. El problema es que la vida está
formada por días, y los días de su vida, por motivos que desconocía, siempre
eran malos.
Ella
vivía en mi casa, pero no conmigo. Conmigo realmente no hacía nada. Lo único
que compartíamos en nuestra vida era el techo.
A
veces, cuando estás muy pendiente de la felicidad de alguien te olvidas de la
tuya propia. Puede ser que eso me pasase a mí. A lo mejor por eso nunca decidí
dejarla. Me preocupaba más el cómo iba a estar ella sin mí que el cómo estaría
yo sin ella.
“La
suerte es para los fracasados.” Me contestaba cuando se la deseaba. Sí, o para
los que tienen mala suerte. Pensaba yo. Y es que si no eres feliz en la vida es
porque te pasan cosas malas, y si siempre te pasan cosas malas es que tienes
mala suerte.
Dicen
que hay tres opciones en la vida. Ser bueno, mejorar, o dejarlo. Ahora ya sé
por lo que optó ella.
“¿Crees
en el amor a primera vista? Porque si no vuelvo mañana.” Y volví. Así comenzó
todo.
Uno
no sabe cómo terminan las cosas, pero sí cómo quiere empezarlas. Yo quería
empezar una bonita relación con ella, pero ella, para empezar, no quería ni
haber nacido.
“No
me encerraba en la habitación solo para llorar. Perdón por todo, y gracias.”
Estas
fueron las últimas palabras que le escuché decir. Mis gritos al teléfono demostraban
desesperación. Pero no volvió a contestar. No volví a escuchar su voz. Gracias
a su tono de despedida yo ya sabía lo que estaba a punto de ocurrir, no hizo
falta ni que tuviese que escuchar el tren pitando para ello.
Días
después sus últimas palabras todavía seguían en mi cabeza. Ella no hablaba por hablar y yo
lo sabía. Cuando por fin me atreví a tocar sus cosas me di cuenta de que había
algo que, porque ella así también lo quiso, se me había escapado.
Escondido,
en el medio de un jersey suyo, había un cuaderno completamente escrito.
Si me pegan es porque me lo merezco. Si me
violan es porque les provoqué.
“Hijos
de puta.” Dije comenzando a llorar. “Hijos de puta.” Repetí mientras leía.
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