Tengo que reconocer que me asusté
bastante. Mi segundo día de clase había comenzado de manera totalmente
diferente al primero. Nada más entrar por la puerta los niños se habían sentado
en su respectivo sitio. Todos. Ya no volaban bolas de papel como el día
anterior, ni había carreras entre las mesas. Antes de que yo llegase a mi sitio
ellos ya estaban situados en su silla mirándome y preparados para empezar.
Cuando comencé a pasar lista, para irme familiarizando con los nombres, ya no
hubo ninguno que simplemente alzara la mano por miedo a hablar como el primer
día aquel niño, o alguno que utilizase un tono completamente fuera de lugar, ni
siquiera Pablo “Terremoto”.
Estoy seguro de que un gran
porcentaje de profesores pensarían estar en una situación idílica. El segundo
día de clase y ya pueden hacer lo que quieran que los niños no se mueven, ya
los tienen domesticados. El problema es que yo no creo que los niños sean
animales, y nada más acabar de pasar lista me di cuenta de que algo había hecho
mal el primer día. Uno no puede aprender libertad a base de teoría en los años
de la escuela y luego ser libre. Los niños deben de ser libres en la escuela.
Me quedé pensando y no sabía qué
decir. Me había asustado con la capacidad que tenía de influenciar en las
acciones de unos niños mediante el miedo. Era mi segunda clase, tiempo
suficiente para darme cuenta de que cuando pensaba que estaba preparado para
ser profesor, realmente no tenía ni puta idea. Estaba ante un problema muy
grande y me empezaba a agobiar. Primero de todo, porque no sabía cómo arreglar
el tema de la intimidación a la cual yo les había sometido sin excederme, en
busca de la solución, en la libertad que les cediese. Ya que si intentando
darles libertad y confianza me pasaba, se me iban a subir a las barbas, y me
esperaba un año muy duro con ellos en donde yo no iba a tener ningún tipo de
autoridad. Y segundo porque, si a los dos días ya había cometido un error, bajo
mi punto de vista grave, no quería pensar en cómo iba a destrozar a ese grupo
de niños durante todo el año que me quedaba con ellos.
Cuanto más pensaba en todo ello
más me agobiaba y menos sabía qué decir. Estaba sentado delante de 25 niños,
callado, posiblemente con aires de preocupación, y sin saber por dónde
arrancar.
-Oye, qué, ¿hacemos algo? –me
dijo Pablo una vez que sintió que yo ya no tenía el control y que él volvía a
ser el jefe de la clase.
-Eso digo yo –me salió del alma,
y mientras me salía se me ocurrió cómo salvar el problema -. Yo no sé a lo que
estáis acostumbrados vosotros como alumnos, pero yo no concibo que tenga que
ser yo el que inicie las clases. Yo no soy el protagonista aquí. Los
protagonistas sois vosotros. Un colegio está hecho, o al menos debe de estarlo,
para que los protagonistas sean los alumnos, es decir, vosotros. Si el
protagonista soy yo, ¿a qué venís aquí? Yo no entiendo una clase en donde hable
más el profesor que los alumnos. Este edificio está hecho para vosotros, no
para mí. Así que buscar la forma de sacarle partido. Y si no sabéis yo os
ayudo. Pero yo simplemente seré una ayuda durante todo el año, nunca me miréis
como el protagonista, ni me miréis esperando a ver qué hago. Sois vosotros los
que tenéis que hacer cosas, no yo.
Teniendo en cuenta el estado de bloqueo
en el que me encontraba pues consideré que había salido bien de la situación,
incluso había dicho cosas con bastante sentido, lo que pasa es que cada
discurso tiene su momento, e igual no estuve acertado a la hora de insinuar que
debían de ser ellos los que iniciasen las clases sin yo previamente decir
absolutamente nada. De esto me di cuenta a los diez segundos de terminar mi
discurso, pero bueno, era consciente de que había creado unas bases mediante
las cuales podía salir de ese problema en el que me encontraba nada más acabar
de pasar lista.
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