-¿Tienes pareja? –me preguntó
mientras hacía unas anotaciones en el papel que tenía delante de él.
-No –respondí con rotundidad.
-¿Estás independizado o vives
con tus padres?
-Con mis padres.
Después de varias preguntas a
nivel personal, que a día de hoy no sé qué objetivo buscaban, terminó la
entrevista. Acabó como acaban todas las entrevistas en las que sabes que no te
van a coger, “muchas gracias, ya te llamaremos”.
Emprendí el camino a casa. No
iba de muy buen humor porque, al fin y al cabo, acababa de tener una entrevista
que, con total seguridad, había fracasado. El director no parecía muy
entusiasmado conmigo. Llegué a casa y la conversación que tuve con mi madre
nada más entrar por la puerta fue tal que así:
-No irías a la entrevista en
chándal, ¿no? –me insinuó de la forma en la que insinúan las madres sabiendo ya
la respuesta.
-Hola. Sí mamá, fui en chándal.
No me marees la cabeza anda –le dije para intentar evitar el tema. Mi madre era
capaz de ponerse muy pesada.
-Por tu contestación intuyo que
no fue muy bien la entrevista. Normal, ¿quién va a contratar a alguien que se
presenta en chándal? Qué vergüenza. Andrés te consigue una entrevista y tú te
presentas en chándal, como quien no quiere el trabajo. Yo no le pienso llamar
para dar explicaciones, ya te lo digo.
No contesté a esto último. No
tenía fuerzas para discutir. Es cierto que, mientras hacía la entrevista y veía
que no era muy del agrado del director, me daba un poco igual, intentaba
mostrarme indiferente, que no me afectase. Al fin y al cabo era sólo una
entrevista. Pero después empecé a pensar en qué pasaría si no hubiera ido en
chándal, en mi madre enfadada, en el favor que me había hecho Andrés,… y me
afectó un poco.
Pasaron un par de días y yo ya
lo tenía superado, estaba mirando a qué otro colegio ir a presentarme como
candidato, porque la idea de no estudiar cuarenta temas, o los que fuesen para
las oposiciones, seguía en pie.
Pero sonó el teléfono. Que dices
tú “joder, qué novedad, en mi casa suena varias veces al día”. Sí, pero no era
una llamada cualquiera, era la llamada.
-¿Diga? –respondí mientras comía
una galleta.
-Hola, buenas tardes, ¿está
Carlos?
Era la voz del director, sí, de
Miguel, del impresentable aquel que tan bien me cayó. Me atraganté con la
galleta, empecé a toser, a babarme, me limpié, y cuando conseguí volver al
teléfono estaba Miguel preguntando si había alguien al otro lado. Le dije que
sí, que era yo, que estaba hablando con Carlos. Me citó para el día siguiente
en el colegio. No me dio ningún motivo, sólo que me pasase por allí.
¿Para qué me iba a decir que
fuese si no era porque me iba a contratar? O al menos con ese pensamiento iba
yo.
Así que pasó el día y allí me
presenté.
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