¿Que
quién soy? El invierno pasado te hubiese dicho que me llamo Carlos y que tengo
dieciséis años. Pero ahora mismo no te podría asegurar ninguna de las dos
cosas, ni mi nombre, ni mi edad. Quizás porque estoy muerto, loco, o sufriendo
una pesadilla que no acaba de terminar.
Mi historia comienza hace más o menos un año, en una tarde
nublada que cambiaría mi vida para siempre y, desafortunadamente, también la
vuestra.
Nunca se me habían dado bien las relaciones sociales. De
hecho, desde la educación primaria, solo había tenido dos amigos.
El día se desarrollaba como otro cualquiera. Por la mañana
fui al instituto y, por la tarde, Mateo, Claudio, y yo, iríamos a dar una
vuelta por el paseo marítimo.
Habíamos quedado a las cinco y media delante de la Torre de
Hércules pero yo me iba a retrasar un poco debido a mis clases de piano que
terminaban a las cinco y cuarto.
El trayecto desde mi casa hasta donde me esperaban mis
amigos fue idílico. El problema vino cuando llegué al lugar de encuentro. No
pude ni saludar. De hecho no recuerdo nada. Todo lo que sé es gracias a lo que
me contaron mis amigos horas después.
Parece ser que me quedé inmóvil, mirando al horizonte, sin
responderles cuando me preguntaban qué me sucedía. Al principio ellos
pensaban que los estaba vacilando. Pero pronto vieron que era serio cuando
empecé a empalidecer y a sudar a chorros. Mi mirada seguía clavada al frente,
clavada donde supuestamente debería de encontrarse la Torre de Hércules pero que, en su lugar, no había más que matorrales que indicaban que allí nunca antes
había habido construcción alguna.
Imagínate la situación. Se te pasa de todo por la cabeza.
Desde que estás loco, hasta que estás muerto.
Cuando me recuperé les hice hasta un dibujo de la Torre de
Hércules a mis amigos. Se asustaron. Me conocían de toda la vida y estaban
alucinando con lo que estaban viendo, con lo que estaban escuchando. Me llevaron a casa y le explicaron a mi
madre lo sucedido. Estaban preocupados, algo que a mi madre le dio igual. Acusó
lo sucedido a un más que posible bajón de azúcar.
Al día siguiente me desperté con muy mal cuerpo. Seguía
bastante descolocado pero mi madre, antes de irse a trabajar, se aseguró de que
me levantaba para ir al instituto.
Cuando llegué a él había desaparecido. No había instituto. Un
polideportivo se encontraba en donde, supuestamente, debería de estar el
edificio en el cual yo había estudiado durante los últimos tres años y medio.
Me empecé a marear y me desmayé. No sé cuánto tiempo estuve
inconsciente pero, cuando me desperté, ya no había nada. Estaba tirado en medio
de un prado rodeado de hierba, alguna roca, varios árboles, y con el único
sonido del mar que se escuchaba desde donde nunca antes se había escuchado,
desde donde debería de estar mi instituto.
Me fui a buscar el trozo de campo en el que había vivido
durante toda mi vida y, cuando creí haberlo encontrado, me senté y me puse a
llorar. Lloré durante horas. Estaba solo, sin saber qué hacer, sin saber si
quería vivir, y, en el caso de querer, sin saber cómo hacerlo.
Más tarde entendí que para sobrevivir, además de comer,
tenía que entretenerme. Por eso empecé a escribir esta historia en este tronco.
Supongo que escribiré más por ahí, pero, si estás leyendo esto y no es demasiado tarde,
búscame. No pierdo la esperanza de encontrar a alguien.
Firmado atentamente:
Carlos
20 de mayo de 1986
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