Era una mañana de finales de octubre o principios de noviembre. Llegamos a la clase de geografía y la profesora, sabiendo que éramos españoles y que podíamos tener ciertos problemas con la lengua, nos asignó a cada uno un compañero de mesa italiano que nos fuese explicando con más detenimiento lo que la profesora comentaba en el transcurso de la lección.
-Tú siéntate con aquel chico de allí. Tranquilo que ese sabe, es doctor -me dijo a mí la señorita profesora.
Más tarde me daría cuenta de que aquel hombre, que rondaba los cuarenta años, se llamaba Christian, pero el apodo de "El doctor" llegaría hasta el final de los días.
Pronto comencé a hablar con él. Los temas futbolísticos prevalecían por encima de los demás y, en un momento dado, salió el tema de que estábamos buscando equipo.
Sería casualidad, o sería el destino, pero me habían mandado sentar con el directivo y "jugador" del Pontevalleceppi. Poco tiempo después, tras aclarar ciertos flecos del contrato, estampamos la firma.
El equipo pertenecía a la UISP y se encontraba en la primera división de la misma. Dos categorías por debajo nos hacían suponer que al menos en nuestra liga habría un nivel relativamente aceptable que, como mínimo, haría de los partidos un acto competitivo.
Cuando llegamos el equipo estaba más o menos en mitad de tabla. Ciertas lesiones, unidas con la mala fortuna, habían hecho del objetivo de pelear el campeonato un objetivo irreal. O eso es lo que nos habían contado antes de disputar el primer partido.
El entrenador era un ser peculiar, y sus entrenamientos no llegaban ni a esa categoría. Personalmente creo que no se les podía llamar ni entrenamientos.
En los partidos no hablaba. Daba la alineación, en el descanso decía cuatro tonterías, y luego, en la segunda parte, los cambios se los hacían. Podemos decir que, siendo buen hombre, era bastante inútil.
La racha de derrotas no tardó en llegar y la pérdida de posiciones en la tabla no fue más que una mera consecuencia de ella.
Cuando llevábamos cuatro o cinco partidos seguidos perdiendo el entrenador dimitió. Acabó el partido, entró en el vestuario, pegó unos gritos, dijo que no éramos un equipo ni éramos nada, que no corríamos, nos deseó suerte para salvar la categoría, cogió su paraguas, y se fue.
Es curioso que en todas las derrotas cosechadas nunca nos dijese qué hacíamos mal. De hecho la gente salía al campo sin saber muy bien de qué jugaba. Pero bueno, nada nuevo. Nada que no hagan tantos y tantos entrenadores. La culpa es siempre de la actitud. Las derrotas, cuando no tienes conocimientos suficientes para valorar el porqué suceden, son siempre derrotas debidas a un problema actitudinal. Siempre. Siempre falta actitud en esos casos.
Metidos ya en puestos de descenso llegó el nuevo entrenador. Éste hablaba y te decía de qué jugabas y lo que tenías que hacer. Podías estar más o menos de acuerdo, pero hablaba, tenía intenciones de algo. Los entrenamientos mejoraron, sobretodo en el apartado físico con ejercicios de resistencia, pero los resultados no llegaban y cada vez nos acercábamos más a la B.
En un momento dado fui claramente el señalado. Me mandó al banquillo. Perdí el puesto que llevaba poseyendo desde que ingresé en el equipo y, la verdad, es que las victorias y los empates comenzaron a llegar.
Un par de partidos de titular y varias entradas en las segundas partes fueron mis aportaciones en plena remontada. El "sí se puede" se apoderó del vestuario.
En el antepenúltimo partido estaba otra vez en el banquillo y, en un momento dado de la segunda mitad fui mandado a calentar. Los minutos pasaban y yo no entraba. El equipo ganaba un partido vital y el entrenador me dijo que todavía no me sacaba porque no quería cambiar nada. Le dije que vale, que lo entendía, y seguí calentando. Nos empataron, el lateral derecho dijo que no podía más, y me sacó. Cinco minutos jugué.
En el penúltimo partido directamente no me iba a sacar a jugar. El equipo empataba a falta de cinco minutos, resultado que no nos valía, y no movía el banquillo que quedaba por mover. En un momento dado hubo penalti a favor del Pontevalleceppi y, después de marcarlo, llamó a un suplente para que saliese. Éste, haciendo un Guti, le dijo que no, que no salía 3 minutos, que se iba a la ducha. Acto seguido me llamó a mí y, como soy culé, no le hice un Gutiérrez.
Al terminar el partido, después de ganar, el míster se dirigió a mí y me dijo "tranquilo, el próximo día juegas todo el encuentro". Yo no hago Gutierreces pero sí hablo. Le dije que no, que tranquilo, que no iba a volver. Que eran dos veces ya. Dos semanas seguidas jugando 3 minutos. Que tranquilo podía estar él porque, al partido decisivo de la semana siguiente, no me iba a presentar. Él me dijo que yo tenía razón, pero que éramos muchos y no podían jugar todos. A lo que le respondí de nuevo que sí, pero que son dos semanas seguidas.
No iba a volver. Lo tenía clarísimo. Principalmente porque si volvía iba a jugar. Y éste era el problema. Un entrenador que consideraba que yo no debía jugar me iba a poner en el partido en el que nos jugábamos el descenso por el mero hecho de no haberme puesto los dos partidos anteriores. Yo no quería jugar así y por eso no iba a volver, y por eso se lo hice saber.
Mi enfado fue visto por todo el vestuario, incluido el presidente del equipo que se acercó a mí y me dijo que me llevaba a cenar. Que tenía toda la razón del mundo.
Quizás por ser español se le ablandó el corazón y me invitó a cenar con el fin de que se me pasase el cabreo, quizás por el poder del señor Villar en la UISP, quizás porque soy muy simpático, o quizás por la publicidad a UNICEF, pero el caso es que, pese a que seguía pensando lo mismo, me veía obligado a asistir al próximo partido para no hacerle el feo al presidente que se estaba portando francamente bien.
Llegó el día y nos jugábamos el descenso contra los que estaban un puesto más abajo que nosotros. Nos valía empatar. La UISP nos mandó hasta linieres para el partido de la jornada.
Un diluvio impresionante que fue precedido por una granizada hizo del campo un terreno impracticable en muchas zonas.
El míster, dando la alineación, dijo: "Antón lateral derecho". Y allí salió Antón. Chinado con el mundo.
Un espectáculo futbolístico, como no había dado en toda la temporada, fue lo que presentó Antón en la primera parte. Fue un buen primer tiempo la verdad. Jugamos bastante bien, dominamos, y conseguimos que no nos creasen peligro en casi toda la primera mitad.
0-0 al descanso y el campo cada vez estaba más inundado. La zona en la que tenía que jugar en la segunda parte estaba para jugar más al waterpolo que al fútbol. Pero aún seguimos jugando y a los pocos minutos recibimos el primer gol. Estábamos en la B. Pérdidas de tiempo por todos lados y diversas tanganas propiciaron cuatro expulsiones. A falta de diez minutos una buena jugada, producida por otro gallego fichado por el equipo, puso el empate en el marcador.
Un minuto más tarde, en un encuentro fortuito en el cual fui a tapar el desplazamiento de un rival, llegó mi lesión. Mi rodilla hizo crac, se vio golpeada también por mi otra rodilla que cayó con fuerza sobre la que había estallado, y el dolor que sufría sumado al susto que me llevé hizo que me quedase en el campo tirado sin moverme. No me movía en parte por el dolor y en parte por el miedo al propio movimiento.
Entre algún jugador de mi equipo y alguno del otro, interesados en que abandonase rápido el campo, fui llevado fuera del terreno de juego. La grada rival me increpaba debido a que consideraban que estaba perdiendo tiempo mientras, "El doctor", me decía que caminase. Que era lo mejor que podía hacer. Que él había visto la jugada y que no había doblado la rodilla, que había sido un golpe y que caminase. Lo intenté, pero no era capaz. Pedí al arbitro volver a entrar para poder al menos estorbar, pero ni eso era capaz de hacer. Permanecí en el campo el tiempo que tardé en llegar del lateral de la grada al lateral del banquillo. Un tiempo bastante largo para decir la verdad.
El partido continuó y, pese a las intentonas del equipo rival, no consiguieron marcar. El Pontevalleceppi lograba la permanencia.
Me puse hielo en la rodilla durante bastante tiempo y el dolor fue pasando. Si ahora le toco todavía me duele, pero bueno, quizás tenía razón Christian cuando desde la grada me decía que no era nada, que había sido solo un golpe. Al fin y al cabo Christian es el doctor.
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