-Yo no quiero mentir a nadie. Soy el primero que no entiende nada. El primero que no sabe qué pasó realmente ese día. En treinta y dos años nunca me había pasado nada así. Ni semejante. No os puedo dar una explicación a lo sucedido porque no la tengo. Lo único que puedo hacer es contar la historia y posteriormente hacerme responsable de mis actos. Poco más que añadir. Más que nada porque no sé qué decir. Por lo tanto paso directamente a contar lo ocurrido. Prometo que todo lo que cuente será contado como yo lo viví, como yo creo que fue, pero no puedo prometer que realmente fuese así porque ha sido todo demasiado extraño.
Yo nací, y crecí, en un pueblo cerca de Ourense. No tengo estudios, pero aún así encontré un trabajo de panadero a escasos kilómetros de mi casa. Llevaba siete años trabajando en ese establecimiento cuando llegó la crisis. Llevaba varias semanas con el miedo a perder mi trabajo y, al final, ese temor se hizo realidad. Me echaron. Me despidieron. Llegué un día por la mañana y me dijeron que el negocio era insostenible. Ese día ya no hice pan. Se me echó el mundo encima. No pedí ni explicaciones. Me había pillado todo demasiado descolocado. En ese momento no supe cómo reaccionar. Asentía a todo lo que me decían. La mayoría de las cosas a las que decía que sí no las estaba ni escuchando. Desde el momento en el que me dijeron que estaba en la calle empecé a pensar en que mi vida era insostenible sin ese trabajo. Mi casa, mi coche, mi comida,... Sólo recuerdo las últimas palabras que me dijo mi jefe. Palabras que me citaban al día siguiente en el local para firmar el finiquito. Asentí, como había hecho a todo lo anterior y, con cara de incredulidad, salí del sitio que había sido mi lugar de trabajo durante los últimos siete años. Me subí en mi coche, arranqué, y emprendí el camino hacia mi casa.
La carretera que lleva a mi casa es revirada y transcurre por el medio de un bosque. Nada más arrancar empezó a diluviar.
Más o menos me quedaba la mitad del trayecto cuando, al salir de una curva, vi a lo lejos a un hombre haciendo autoestop. Su mirada y su sonrisa inocente hicieron que, a medida en que me acercaba, fuese valorando más la idea de parar a recogerlo. Mi día había comenzado mal y, quizás por ello, quise ayudar a que no comenzase así también el de aquel hombre. Se estaba empapando.
Paré el coche a escasos metros de él y le invité a subir. Le pregunté hacia donde iba y, después de agradecerme que le dejase entrar en el coche, me dijo que le valía bajarse en la entrada del siguiente pueblo que, curiosamente, era el mío.
Durante el siguiente par de kilómetros no intercambiamos palabra alguna. Él miraba cómo resbalaban las gotas de lluvia por la ventanilla y yo me limitaba a prestar atención a la carretera, ya que la visión de la misma había empeorado debido al aumento de la intensidad del diluvio.
En un momento dado, de repente, aquel hombre separó la cabeza de la ventanilla y me empezó a decir que parase el coche, que tenía que bajar, que por favor lo parase ya, que se tenía que ir, que no podía continuar más tiempo ahí. Le pregunté que qué pasaba, yo no entendía nada, le dije que si salía se iba a empapar, que estábamos llegando ya al pueblo. Me contestó de la misma manera, que parase el coche, que se bajaba. Aquel hombre estaba realmente agobiado. Sus gotas de sudor empezaban a entremezclarse con las de lluvia que todavía se escurrían de su cabeza.
Que parase el coche, que por favor, que no podía continuar, que se tenía que bajar ya. Acepté y lo paré.
Mientras se bajaba intenté convencerlo de que volviese a subir, que el pueblo estaba a escasos dos kilómetros, que estábamos llegando, que estaba lloviendo mucho, que se iba a empapar, que además la visión con esa lluvia no era buena y que podía ser peligroso. Le dio igual. Cerró la puerta del coche y comenzó a caminar.
Cuando arranqué el coche y lo sobrepasé pude ver, a través del espejo retrovisor, como su figura se iba desvaneciendo hasta desaparecer entre la lluvia.
Pronto llegué a mi casa. Metí el coche en el garaje y, cuando lo apagué, me dispuse a coger mi abrigo de los asientos traseros. Allí estaba aquel hombre. Sentado. Mirándome con la misma sonrisa que minutos antes me había dedicado cuando decidí parar el coche.
No sé qué pasó pero, de repente, me encontraba atado a una silla del garaje con el autoestopista apuntándome con una pistola. Le pedí por favor que no me matase, que se podía llevar todo lo que quisiese, que el coche estaba nuevo, que tenía objetos valiosos en casa,... Le dije tal cúmulo de cosas para evitar mi muerte que no recuerdo ni la mitad de ellas. Estuve diciéndole todo tipo de motivos por los cuales no debía de disparar. En todo ese tiempo él no dijo nada, no cambió ni el gesto de su cara. Serio, desafiante, enfadado. Todo lo contrario a como estaba cuando lo recogí de la carretera. Finalmente disparó a escasos metros de mi cara. Pero, antes de sentir el dolor, me desperté sobresaltado sobre la cama. Las sábanas empapadas de sudor delataban lo mal que lo había pasado durante todo aquel sueño, lo real que éste había sido.
Eran las cinco de la mañana, estaba lloviendo mucho y las gotas de lluvia se escuchaban chocar contra las ventanas. Posiblemente ese sonido fue el que interioricé en mi sueño e hizo que lloviese tanto en él.
Por fortuna, además de estar vivo, mantenía mi puesto de trabajo.
El sueño había sido tan real que no pude seguir durmiendo. Me había desvelado. Cuando sonó el despertador me levanté y, después de ducharme, me subí en mi coche para ir a trabajar.
Continuaba cayendo agua del cielo. La misma dificultad para ver la carretera que tenía durante mi pesadilla la estaba teniendo en ese momento.
Al salir de una curva lo vi. La misma sonrisa. La misma mirada inocente. El mismo dedo haciendo autoestop. La angustia que había sufrido durante el sueño se apoderó de nuevo de mí. Me puse muy nervioso. Sus ojos se clavaron en los míos al mismo tiempo en el que yo pisaba el acelerador. Hasta el fondo. Me lo llevé puesto. Estaba fuera de mí. Marcha atrás, marcha adelante. Pasé por encima en repetidas ocasiones. Lo maté.
Pido perdón señor juez, pero por todo esto estoy hoy aquí. Por culpa de un mal sueño. Por culpa de un autoestopista.
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ResponderEliminarA mí me gusta que gusten mis historias.
EliminarMe ha gustado... si señor
ResponderEliminarMuchas gracias.
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