domingo, 28 de abril de 2013

Depende de cómo se mire

Dicen que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde. Pero bueno, depende de cómo se mire.

Cuatro años. Cuatro maravillosos años. Ése es el tiempo que estuve con ella. Cada hora, cada minuto, cada segundo, fue perfecto.

La conocí a través de un amigo. Desde el principio teníamos feeling. Hablaba con ella como si la conociese de toda la vida, con la misma confianza. Poco a poco empezábamos a pasar más tiempo juntos, posiblemente debido a que, ese tiempo, pasaba cada vez más rápido cuándo lo compartíamos.


Los románticos dicen que la persona ideal es aquella que, cuando estás con ella, hace que las horas pasen como minutos. Luego está la gente que piensa que eso es lo peor que puedes hacer. Argumentan que si cada día te pasa volando llegará un momento en el que, sin darte cuenta, serás un viejo y no habrás disfrutado de la vida.

Cuando el tiempo pasa rápido es porque te lo estás pasando bien. Yo no es que fuese un romántico, pero me lo quería pasar bien.

A ninguno de los dos nos gustaba ponerle nombre a las relaciones, pero era obvio que, al poco tiempo, nos habíamos convertido en algo más que amigos. Era la primera persona en la que pensaba al levantarme y la última al acostarme. Me propuse disfrutar de ella cada instante. Sabía que era un chico afortunado. La única manera de seguir siéndolo era quererla todos los días como si fuese el primero y hacérselo saber. Que supiese que era la cosa más valiosa que tenía en mi vida. Y así lo hice durante cuatro años.

Ambos teníamos veintitrés y ambos vivíamos en casa de nuestros padres. Esa mañana, como había hecho en repetidas ocasiones en los últimos meses, ella se levantó temprano para ir a Santiago. Una amiga suya que vivía allí, a la cual yo no conocía, tenía depresión clínica y con cierta frecuencia sufría de diversos brotes que hacían que Marta tuviese que ir a verla y estar con ella todo el día. Incluso, alguna vez, se ha tenido que quedar a dormir en su casa debido a la gravedad del asunto.

De madrugada recibí una llamada del padre de Marta. Ella había tenido un accidente de coche volviendo de Santiago. Me dijo que estaban en el hospital sin informarme, pese a insistirle, de la gravedad del asunto. Después me di cuenta de que lo hizo por mi bien, que quería que fuese tranquilo al hospital, despacio. No quería otro accidente.

Cuando llegué la madre me recibió llorando. Evidentemente en ese momento me di cuenta de que algo no iba bien. Mi vida empezaba a tambalearse y, ante la incapacidad de la madre para hablar, me dirigí al padre para saber qué pasaba. Me dijo que era muy grave y, con la entereza que caracterizaba a aquel hombre, me comunicó también que pronto vendría alguien del hospital a decirnos más. Acostumbrado a que, durante los últimos 4 años, el tiempo pasase rápido, aquellos minutos esperando fueron una eternidad. Cuando el médico entró en la sala todos nos levantamos para escuchar lo que tenía que decir.  Había fallecido, no habían logrado salvar la vida de Marta. Ahí hasta el padre se vino abajo. En un abrir y cerrar de ojos mi vida había cambiado. Ya no iba a volver a ver a Marta. La persona que me había hecho feliz durante los últimos cuatro años ya no estaba ni estaría. Intenté no llorar delante de los padres. Intenté ser su apoyo allí. Intenté que me viesen entero. Intenté ser fuerte y transmitir esa fuerza. Intenté..., pero quedó en el intento. Me derrumbé como uno más.

En el entierro procuré estar al lado de los padres de Marta. Los pésames se sucedían uno a otro. Mis amigos me dieron su apoyo y los amigos de los padres les dieron el suyo. Todos decían más o menos lo mismo, que lo sentían mucho y que estaban ahí para lo que fuese.

En un determinado momento un chico joven, más o menos de mi edad, se acercó a los padres y se presentó.

-Hola. No sé muy bien qué decir. Ustedes no me conocen aunque es posible que hayan escuchado hablar de mí -después de una breve pausa continuó-. Yo era algo así como el novio de su hija. No llevábamos más que algunos meses juntos, pero yo la quería muchísimo.

Dos segundos fueron suficientes para unir cabos y, sabiendo ya la respuesta, dirigirme a él con la mayor educación posible ante la atenta mirada de los padres que no sabían en dónde meterse.

-Perdona, ¿tú de dónde eres?
-De Santiago.

Dicen que uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde. Pero bueno, depende de cómo se mire.

7 comentarios:

  1. No me suena esa tal Marta eh y eso que vivo en la capital.
    Las cosas muchas veces no son ni la sombra de lo que parecen. Pero mejor ver la realidad que vivir de mentiras, mucho mejor. Tienes talento, sigue así

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Gracias. Normal que no te suene, supongo que llevaba una vida secreta.
      Intentaré seguir así. Me gusta que te guste.

      Eliminar
  2. ISO NON SE FAI, A RAPAZA NON VALÍA UN PESO, NIN ANTES NIN DESPOIS DA MORTE POLO TANTO O QUE NOS FAI VALORAR A MARTA CANDO ISTABA VIVA ERA O ENGANO.

    E QUE CABRÓN O NOIVO DE SANTIAGO, NON PRESENTARSE ANTES DO ENTERRO E ASÍ AFORRAR AS FROLES.

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. É unha historia complicada. Teríamos que escoitar a versión de Marta e iso é un pouco difícil.
      O mozo de Santiago bastante fixo presentándose no enterro. O pobre vivía tamén nunha mentira.

      Eliminar
  3. Marta diría: "te quiero mucho pero..................como amigo" ¡¡¡¡
    PAGAFANTAS!!!!

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Por cierto, apuntas muy buenas maneras. El talento se cultiva,continúa

      Eliminar
    2. Me alegro de que gustase. Continuaré con otras historias, a ver si logran estar a la altura de esta.
      A Marta le faltó valor para tomar decisiones, muy típico jaja

      Eliminar