sábado, 8 de marzo de 2014

Zapatos

Tengo los pies mojados. No es la primera vez que voy a llegar a casa en estas condiciones pero quizás esta vez no sea como las demás. Hoy ya estoy harto. Comienzo a notar como el agua se acumula en el interior del puto zapato. El calcetín ya no puede absorber más agua y ésta campa a sus anchas por el interior del calzado, del cual ya no es que empiece a pensar que fue mala idea poner, sino que, a lo mejor, hasta fue mala idea comprar.

Ya estoy llegando a casa. La lluvia me cogió bastante lejos de ella y sin paraguas. Al principio miraba atentamente el suelo para no pisar charcos. Ahora ya me da igual. Encharcado, siento como el agua resbala entre mis dedos cada vez que apoyo el pie para dar un paso. En estos momentos no soy capaz de apreciar si está fría o caliente. O bien el agua se ha amoldado a mi temperatura corporal, o yo lo he hecho a la suya.

Entro por la puerta y me voy directo a mi habitación para descalzarme. Cuando lo hago siento alivio. Necesitaba quitarme eso de encima. Lanzo los zapatos con rabia y me quito los calcetines.

Dicen que puedes conocer a alguien por sus zapatos. Dime qué calzas y te diré quién eres. Aunque no estoy muy de acuerdo. Los zapatos no son iguales el primer día que el último y no por ello el dueño ha cambiado, es posible que, simplemente, los zapatos no sean los mismos.

Los zapatos no están hechos a medida. En verdad nada lo está. Tú compras unos zapatos y luego son ellos los que se amoldan a ti, aunque, quizás, tú también un poco a ellos. A veces inviertes en unos zapatos que, sin saber porqué, no te acaban de gustar. Más tarde empiezas a usarlos e, incomprensiblemente, se convierten en tus zapatos favoritos.

Mis zapatos me gustaron desde el primer día. Tengo treinta años y es la primera vez que sólo tengo unos zapatos. En años anteriores un par no eran suficiente. No sé el motivo. Quizás porque estéticamente no me llenaban, o, quizás, porque no me llegaba a sentir del todo cómodo con ellos. En cambio estos desde el primer momento fueron perfectos. Tardé poco en amoldarme a ellos, pronto nos empezamos a comportar como parte de un mismo organismo. Comprensión total. Viajamos a París, a Berlín, a Buenos Aires, y a multitud de lugares nacionales. Fueron perfectos. Un día les pegué un rascazo contra una esquina y casi me da algo, tardé un par de días en superar lo que había sucedido pese a los cuidados que le hice en la zona dañada. Más tarde la suela comenzó a deteriorarse de forma ostensible, problema que siempre consideré que tenía solución. El conflicto mayor llegó con la primera entrada de agua en ellos. La fuga no era muy grande y, una vez localizada, fue fácil de reparar. O eso creía. Cada vez los zapatos comenzaron a tener más problemas pero, ante el cariño que tenía hacia ellos, me negué a no buscar soluciones. Después llegó un momento en el que ciertos daños no tenían arreglo, un día de lluvia fue suficiente para recordarme que ya no eran los de antes. Pese a ello, en ocasiones llegué a sentir los zapatos como si volvieran a ser nuevos, olvidando las carencias que ahora tenían. Una época de buen tiempo me ayudó a disfrutar de nuevo de mi calzado favorito. Pero aquello era una mentira, que hiciese sol no significaba que los zapatos no estuviesen rotos. Simplemente llevaba tanto tiempo con mis zapatos que me sentía en la obligación moral de buscar situaciones en las cuales aquel calzado me recordase que yo todavía lo necesitaba.

La negación. La negación es el primer síntoma. Cuando ya tienes que negar que tus zapatos tienen problemas es porque algo en ellos va mal. Nada es eterno. El problema llega cuando nos empeñamos en que algo sí lo sea. Entonces nos empezará a entrar agua. Al principio no le daremos importancia, porque la fuga es pequeña y un mísero día de sol te hace olvidar por completo el día anterior de lluvia. Pero el agua, al final, si llega un día llega dos, y el segundo día siempre llega con más fuerza debido a que el agujero por el que entra cada vez es más grande. Pudiendo acabar bien la relación con tus zapatos, alargándola una vez que les empieza a entrar agua sólo consigues que los acabes odiando cuando llega el día en el que el agua los desborda y tú no eres capaz de achicarla.

Para ser sincero, en todo este tiempo de remiendos y de días soleados lo único que he conseguido es llegar al día de hoy odiando a los que un día fueron los zapatos de mi vida. Aunque quien sabe, quizás no esté hablando de zapatos.

2 comentarios:

  1. Llega un momento en la vida en que casi todos los zapatos, aunque no hagan agua, nos aprietan. Es el momento de usar unas buenas zapatillas que se amolden bien, por supuesto, nosotros las deberemos cuidar con máximo esmero y si puede ser, cariño. Tal vez, yo, tampoco hable de calzado.
    Me ha gustado mucho.

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  2. Usar zapatillas está bien, pero entonces no usemos más esos zapatos rotos. Ni en los días soleados, ya que, aunque no lo notemos, se seguirán rompiendo.

    Gracias por comentar.

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