Tengo los pies
mojados. No es la primera vez que voy a llegar a casa en estas condiciones pero
quizás esta vez no sea como las demás. Hoy ya estoy harto. Comienzo a notar
como el agua se acumula en el interior del puto zapato. El calcetín ya no puede
absorber más agua y ésta campa a sus anchas por el interior del calzado, del
cual ya no es que empiece a pensar que fue mala idea poner, sino que, a lo mejor,
hasta fue mala idea comprar.
Ya estoy
llegando a casa. La lluvia me cogió bastante lejos de ella y sin paraguas. Al
principio miraba atentamente el suelo para no pisar charcos. Ahora ya me da
igual. Encharcado, siento como el agua resbala entre mis dedos cada vez que apoyo
el pie para dar un paso. En estos momentos no soy capaz de apreciar si está
fría o caliente. O bien el agua se ha amoldado a mi temperatura corporal, o yo
lo he hecho a la suya.
Entro por la puerta y me voy directo a mi habitación para descalzarme. Cuando lo hago siento alivio. Necesitaba quitarme eso de encima. Lanzo los zapatos con rabia y me quito los calcetines.
Dicen que
puedes conocer a alguien por sus zapatos. Dime qué calzas y te diré quién eres.
Aunque no estoy muy de acuerdo. Los zapatos no son iguales el primer día que el
último y no por ello el dueño ha cambiado, es posible que, simplemente, los
zapatos no sean los mismos.
Los zapatos no
están hechos a medida. En verdad nada lo está. Tú compras unos zapatos y luego
son ellos los que se amoldan a ti, aunque, quizás, tú también un poco a ellos.
A veces inviertes en unos zapatos que, sin saber porqué, no te acaban de
gustar. Más tarde empiezas a usarlos e, incomprensiblemente, se convierten en
tus zapatos favoritos.
Mis zapatos me
gustaron desde el primer día. Tengo treinta años y es la primera vez que sólo
tengo unos zapatos. En años anteriores un par no eran suficiente. No sé el
motivo. Quizás porque estéticamente no me llenaban, o, quizás, porque no me
llegaba a sentir del todo cómodo con ellos. En cambio estos desde el primer
momento fueron perfectos. Tardé poco en amoldarme a ellos, pronto nos empezamos
a comportar como parte de un mismo organismo. Comprensión total. Viajamos a
París, a Berlín, a Buenos Aires, y a multitud de lugares nacionales. Fueron
perfectos. Un día les pegué un rascazo contra una esquina y casi me da algo,
tardé un par de días en superar lo que había sucedido pese a los cuidados que
le hice en la zona dañada. Más tarde la suela comenzó a deteriorarse de forma
ostensible, problema que siempre consideré que tenía solución. El conflicto
mayor llegó con la primera entrada de agua en ellos. La fuga no era muy grande
y, una vez localizada, fue fácil de reparar. O eso creía. Cada vez los zapatos
comenzaron a tener más problemas pero, ante el cariño que tenía hacia ellos, me
negué a no buscar soluciones. Después llegó un momento en el que ciertos daños
no tenían arreglo, un día de lluvia fue suficiente para recordarme que ya no
eran los de antes. Pese a ello, en ocasiones llegué a sentir los zapatos como
si volvieran a ser nuevos, olvidando las carencias que ahora tenían. Una época
de buen tiempo me ayudó a disfrutar de nuevo de mi calzado favorito. Pero
aquello era una mentira, que hiciese sol no significaba que los zapatos no
estuviesen rotos. Simplemente llevaba tanto tiempo con mis zapatos que me
sentía en la obligación moral de buscar situaciones en las cuales aquel calzado
me recordase que yo todavía lo necesitaba.
La negación.
La negación es el primer síntoma. Cuando ya tienes que negar que tus zapatos
tienen problemas es porque algo en ellos va mal. Nada es eterno. El problema
llega cuando nos empeñamos en que algo sí lo sea. Entonces nos empezará a
entrar agua. Al principio no le daremos importancia, porque la fuga es pequeña
y un mísero día de sol te hace olvidar por completo el día anterior de lluvia.
Pero el agua, al final, si llega un día llega dos, y el segundo día siempre
llega con más fuerza debido a que el agujero por el que entra cada vez es más
grande. Pudiendo acabar bien la relación con tus zapatos, alargándola una vez que
les empieza a entrar agua sólo consigues que los acabes odiando cuando llega el
día en el que el agua los desborda y tú no eres capaz de achicarla.
Para ser
sincero, en todo este tiempo de remiendos y de días soleados lo único que he
conseguido es llegar al día de hoy odiando a los que un día fueron los zapatos
de mi vida. Aunque quien sabe, quizás no esté hablando de zapatos.
Llega un momento en la vida en que casi todos los zapatos, aunque no hagan agua, nos aprietan. Es el momento de usar unas buenas zapatillas que se amolden bien, por supuesto, nosotros las deberemos cuidar con máximo esmero y si puede ser, cariño. Tal vez, yo, tampoco hable de calzado.
ResponderEliminarMe ha gustado mucho.
Usar zapatillas está bien, pero entonces no usemos más esos zapatos rotos. Ni en los días soleados, ya que, aunque no lo notemos, se seguirán rompiendo.
ResponderEliminarGracias por comentar.